A lo largo de la primera oleada de la pandemia todos tuvimos que concentrarnos en el urgente problema que suponía el confinamiento y los cierres de actividad y nos limitamos a interpretar y aplicar las medidas urgentes que iba aprobando el Gobierno. Ahora, una vez que la situación, sin haberse solucionado, ha sido normalizada, creemos que es importante revisar estas medidas de forma sosegada y sacar algunas conclusiones que pueden ser útiles para ocasiones posteriores.
En nuestra opinión, toda la actuación del Gobierno en el contexto de esta crisis sanitaria (los RDL del 8 al 35 de 2020) ha adolecido del mismo problema: Se han confundido de forma sistemática los conceptos de ayuda e indemnización.
Las ayudas se facilitan por solidaridad o estímulo. Es el caso de las prestaciones no contributivas (como el subsidio de desempleo o el ingreso mínimo vital), las becas, y las subvenciones finalistas.
Las indemnizaciones, por el contrario, se pagan por razones de justicia patrimonial para reparar un daño previamente producido. Es el caso de la responsabilidad patrimonial por los daños causados por la Administración, los justiprecios expropiatorios, o las compensaciones abonadas para garantizar la equidistribución de las cargas urbanísticas.
En nuestra labor como asesores, cuando se produjeron las órdenes de cierre para las actividades de enseñanza, comercio minorista, hostelería y restauración, incluidas en el Real Decreto 463/2020 de 14 de marzo por el que se decretaba el estado de alarma, nos encontramos con un vacío total en cuanto a las medidas paliativas aplicables. A requerimiento de nuestros clientes, en vista de que el Gobierno no había previsto absolutamente nada, aplicamos los dos mecanismos que teníamos disponibles. En cuanto a los trabajadores, los ERTES del artículo 47.3 en relación con el 51.7 del Real Decreto Legislativo 2/2015 de 23 de octubre del Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, asumiendo la concurrencia de la fuerza mayor. En cuanto a los alquileres, la alegación, mediante burofax a los propietarios, de la cláusula “rebus sic stantibus” para suspender o reducir los pagos. Ambas medidas intentaban aliviar provisionalmente los efectos del cierre coercitivo impuesto por el Gobierno sobre estas actividades (una auténtica expropiación de hecho), de la que no discutimos su evidente necesidad, pero que pensamos que iría acompañada, antes o después, por un sistema de “indemnizaciones” a las empresas afectadas, planteadas como pagos a cuenta de la responsabilidad patrimonial del Estado, por un importe que cubriera, al menos, los salarios, las cotizaciones, los impuestos, y el resto de los gastos fijos.
Cuando se aprobó el RDL 8/2020 de 17 de marzo de 2020, en el que no se asumía esta responsabilidad pública, limitándose a establecer “ayudas” a favor de los trabajadores y autónomos perjudicados, tuvimos claro que ese no era el camino, pero pusimos todo nuestro esfuerzo para conseguir que funcionara, aunque resultaba evidente que iba a ser imposible de gestionar para la propia Administración. En primer lugar, porque multiplicaba el número de expedientes al trasladar la gestión desde las empresas, menos numerosas, mejor censadas y con acceso telemático a la Administración, hacia sus trabajadores, mucho más numerosos y peor comunicados. Y en segundo lugar porque hacía recaer el peso de la gestión sobre el SEPE, que es uno de los organismos públicos más dependiente de la gestión presencial. Los trabajadores, en su inmensa mayoría, no tienen un certificado electrónico de firma digital y no son capaces de solicitar sus prestaciones de forma telemática, sin que, en plena pandemia, les fuera posible acudir a la ventanilla, que cerró a cal y canto desde el mismo día 14 de marzo. Por nuestra parte, anticipando el problema, planteamos nuestros ERTES mediante el procedimiento de presentación colectiva (que luego se hizo obligatorio), encontrándonos, no obstante, con el problema de que los sistemas informáticos del SEPE y la Seguridad Social, no eran los adecuados para soportar ese enorme tráfico de datos. Además, el Gobierno, en lugar de establecer un sistema sencillo y estable, fue modificando las modalidades de ERTE y las consecuencias de los mismos, y aumentando exponencialmente sus requerimientos de información. Tras el RDL 8/2020, y una vez pasado el periodo de confinamiento, el RDL 18/2020 de 12 de mayo, creó, al objeto de permitir la incorporación progresiva de los trabajadores, unos nuevos ERTES de “fuerza mayor parcial”, que hicieron necesario repetir, otra vez, todos los procesos administrativos. Esta misma situación se repitió, posteriormente, cuando, mediante el RDL 30/2020 de 29 de septiembre, se limitaron los ERTES por fuerza mayor parcial o total con exoneración de seguros sociales, a las empresas incluidas en determinados CNAES, excluyendo a la hostelería y el comercio, para los que se crearon otros nuevos ERTES por “cierre y/o limitación” de actividad. Por último, el RDL 35/2020 de 22 de diciembre reincorporó a la exoneración de seguros sociales por fuerza mayor parcial los CNAES de comercio y hostelería, inicialmente excluidos, con la condición de que revirtieran, en su caso, los ERTES de “cierre y limitación”. Toda esta actuación compulsiva e improvisada, además de sobrecargar al SEPE y a los servicios administrativos de las empresas, ha provocado que trabajadores que ya estaban cobrando los ERTES de fuerza mayor sufrieran la interrupción de la prestación y nuevos retrasos al pasar primero a los ERTES de fuerza mayor parcial, luego a los de cierre o limitación, y finalmente, en muchos casos, nuevamente a los de fuerza mayor parcial. Además, como esto no solucionaba el conjunto del problema se aprobaron ayudas para los autónomos con una redacción tan desafortunada que no incluía a los societarios ni a los administradores en régimen asimilado, y que se corrigió mediante una “interpretación” (criterio 5/2020 de 17 de marzo de la DGOSS) que, en contra del literal del RDL, incluía a los primeros dentro de su ámbito subjetivo, pero se olvidaba de los segundos. Por último, se regularon medidas dispersas para arrendamientos, suministros básicos, o impuestos que resultaron más retóricas que efectivas.
¿No hubiera sido mejor que el gobierno, en lugar de disfrazar de solidaridad lo que es una obligación legal, hubiera asumido su responsabilidad y hubiera ingresado a las empresas el dinero necesario para pagar sus nóminas, sus alquileres, sus impuestos y sus cotizaciones? Si se hubiera indemnizado a las empresas por los cierres, éstas, a su vez, podrían haber mantenido de alta a sus trabajadores y pagado sus sueldos con puntualidad (o el porcentaje de estos sueldos que se estableciera), mientras estos permanecían en sus casas, confinados o no, como, por otra parte, ha hecho la administración con sus funcionarios en un claro agravio comparativo. Por otra parte, al pretender disfrazar de solidaridad lo que es simple justicia, se ha complejizado enormemente la gestión. Es mucho más sencillo gestionar el pago de una indemnización equivalente a un porcentaje de la facturación (ajustado según su margen bruto) a cada empresa, que dar ayudas para la subsistencia a cada uno de sus trabajadores. Como es natural los organismos afectados, pese al ímprobo esfuerzo realizado por sus funcionarios que hay que valorar muy positivamente, se han visto desbordados produciéndose errores y retrasos que han causado un estrés innecesario a los trabajadores, que no sabían si iban a cobrar o no al final de cada mes. La facturación y los márgenes de las empresas hubieran resultado fáciles de determinar mediante las declaraciones fiscales (sobre todo la de IVA y el IS) o, incluso, mediante un modelo de declaración específico, y los pagos se podían haber ponderado en proporción al número de trabajadores y a la capacidad presupuestaria de la Administración. Además, la gestión de estos fondos le hubiera correspondido a la AEAT que dispone para ello de muchos más medios que el SEPE, empezando por una comunicación telemática mucho más fluida con los contribuyentes y los asesores. La verdad es que, y nos duele tener que decirlo así, la gestión, pese al buen trabajo realizado por los funcionarios, los asesores y las empresas, que ha evitado en última instancia el colapso del sistema, ha sido un absoluto desastre, por una mala orientación que sólo se puede entender por la desconfianza patológica de lo público frente a lo privado en la que nos tememos que coincide toda nuestra clase política. Se ha abandonado a las empresas para luego intentar parchear las consecuencias de esta omisión, sin tener, ni el número de trabajadores públicos, ni el conocimiento necesario, para orientar correctamente ese esfuerzo. Se viene diciendo que esta crisis ha puesto de manifiesto la importancia de lo público, pero, si algo se ha puesto de manifiesto, de verdad, es la importancia de lo social y la necesidad de que esa solidaridad se exprese sin prejuicios por cauces de colaboración público privada para aprovechar correctamente todos los recursos disponibles.
Alberto Berdión
Socio director.
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