
Vuelve a estar de actualidad a raíz del envite de VOX a Ciudadanos y al Partido Popular en Andalucía el viciado debate sobre la legalidad e idoneidad de la Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Genero (en adelante Ley de Violencia de Genero).
Examinando esta Ley desde un punto de vista estrictamente jurídico, lo primero que nos viene a la mente es que la misma no constituye un fenómeno aislado, sino una muestra más de un cáncer que está degradando cada vez más nuestro estado de derecho. El problema de fondo que subyace en esta norma es la politización o ideologización, del derecho, que se viene profundizando desde la transición. Las normas no se hacen pensando en su eficacia y corrección técnica, sino por razones de marketing ideológico y esto provoca los siguientes efectos generales en el ordenamiento jurídico.
1.- Proliferación normativa. Se ha producido una auténtica explosión legislativa. Cada año aumenta la producción de nuevas normas que intentan regular aspectos cada vez mas recónditos de nuestra vida. El problema evidente, es que, mientras que es posible encontrar consensos amplios en las instituciones generales del derecho (por ejemplo, en la sanción penal de los delitos de violencia), resulta mucho más difícil encontrar estos consensos básicos cuando se regulan sectores como el bancario o el energético, el consumo o los alquileres. Según se avanza en el derecho de intervención las normas empiezan a ser cada vez más ideológicas, intentando complacer a los seguidores del partido político que las promueve, pretendiendo conducir hacia uno u otro modelo de sociedad. En este ámbito, al perderse la base institucional (las instituciones del derecho) se incurre inevitablemente en un cierto aventurerismo y experimentalismo jurídico y se degrada la técnica de construcción jurídica (por ejemplo, el uso extensivo de los decretos ómnibus o la superposición de infinitas disposiciones adicionales y/o transitorias, muchas de ellas ajenas a la regulación básica contenida en las diferentes leyes aprobadas). Además, la norma se hace más contingente y tiene menos permanencia en el tiempo. La profusión de normas y su excesiva temporalidad y dispersión, supone un problema casi insalvable para los operadores jurídicos (abogados, jueces o fiscales) que no son capaces de actualizarse con suficiente rapidez (menos mal que han venido al rescate las bases de datos de legislación y jurisprudencia). Por otra parte, no deja tiempo a que la aplicación de la norma permita su interpretación mediante el proceso habitual de análisis doctrinal y pronunciamientos judiciales. Todo esto genera una creciente inseguridad jurídica que es contraria a los fines básicos del ordenamiento jurídico.
2.- Expansividad de la vertiente penal del ordenamiento. La otra cara de la moneda de esta hiper regulación obsesiva es la expansión constante del derecho sancionador en sus vertientes penal y administrativa. Para poder controlar el funcionamiento de la sociedad en sus mínimos detalles, hay que generar organismos reguladores y dotarlos de competencias sancionadoras cada vez más amplias. Asimismo, hay que acudir al derecho penal que, en lugar de atenerse al principio de mínima intervención, se está expandiendo hacía áreas que nunca le han sido propias. La expresión mas aberrante de esta situación son las normas penales en blanco. Al intentar sancionar penalmente la infracción de unas normas de intervención que son cada vez más casuísticas e invasivas, se hace necesario crear preceptos penales que contengan la pena, pero que remitan a estas mismas normas para la delimitación del supuesto de hecho de la pena. El ejemplo mas evidente es el delito fiscal respecto del que el legislador establece unas penas para la defraudación, remitiéndose a la norma tributaria para determinar este concepto. No es el caso mas grave, puesto que aquí el supuesto de hecho se regula, a su vez, por normas con rango de Ley (principio de reserva de ley tanto en materia penal como en materia tributaria), pero, incluso en este caso, se genera indefensión, ya que la determinación del supuesto de hecho se realiza mediante unas normas orientadas a la recaudación y que contienen presunciones legales anti elusión que no resultarían aplicables en el ámbito penal. En otros sectores, estas leyes penales en blanco si pueden suponer directamente una vulneración del principio de legalidad al determinarse el supuesto de hecho mediante normas con rango legal inferior a la ley.
3.- Politización de la justicia. Desde la aprobación en 1985 de la primera Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), aprobada con los votos de la mayoría absoluta del Partido Socialista, todos los vocales del Consejo General del Poder Judicial pasaron a ser elegidos por el Parlamento. El Texto Constitucional establece que de los veinte integrantes del Consejo cuatro debían ser elegidos por el Congreso, cuatro por el Senado y que los otros doce debían serlo “entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica”. Esto lo interpretó el Partido Socialista en el sentido de que los podía elegir el parlamento (seis el Congreso y seis el Senado), siempre que lo hiciera entre Jueces y Magistrados. El Grupo Parlamentario Popular interpuso un recurso ante el Tribunal Constitucional, que fue rechazado, dándose así el primer paso hacia la situación actual en la que el nombramiento de los vocales del Consejo se ha convertido en un intercambio de cromos entre los partidos políticos con representación parlamentaria. La segunda fase de la politización de la justicia se produce mediante la transmisión desde los partidos políticos y a través de este Consejo General politizado, de sus elementos ideológicos y estratégicos, que han pasado a impregnar el trabajo de jueces y magistrados. Esta impregnación ha sido facilitada por la creciente indeterminación del derecho que ha generado infinitas zonas de sombra donde el Juez, excediendo de su cometido interpretativo, se convierte en auténtico creador del derecho. También ha ayudado la generalización, en algunos ámbitos judiciales y en una mentalidad popular condicionada por cierto sector de la prensa, de teorías como el “realismo jurídico” o de la “jurisprudencia de intereses”, que cuestionan la independencia de poderes y legitiman la creación judicial del derecho. Esta politización es mas agresiva cuanto mayor sea la relevancia mediática de los procedimientos judiciales. En estos casos (casos como el de la “manada” o el del AJD de las hipotecas en el que el Tribunal Supremo ha dado un triste espectáculo) se viene produciendo un juicio paralelo en los medios de comunicación que no deja de influir en jueces ya muy permeables a una aplicación del derecho que tenga en cuenta el contexto social (ideológico) del derecho.
Pues bien, como anticipábamos, la Ley popularizada por los medios como de violencia de género es un paradigma de la mayor parte de los problemas que venimos comentando.
Si afirmamos que Manuela Carmena opina lo mismo que VOX sobre la eliminación de la ley de violencia de género, probablemente, nadie nos creerá. Lo cierto es que, en una carta coral firmada el 18 de marzo de 2006 con la actual presienta de Navarra Uxue Barcos y varias diputadas, juezas y señaladas feministas, con motivo de la entrada en vigor de la Ley en 2005, se afirmaba “ Aplaudimos el interés del Gobierno por abordar estos problemas, pero no podemos dejar de mencionar la preocupación que nos suscita el desarrollo de una excesiva tutela de las leyes sobre la vida de las mujeres, que puede redundar en una actitud proteccionista que nos vuelva a considerar incapaces de ejercer nuestra autonomía.. Las leyes aprobadas que provocan mayor controversia dentro del feminismo son la ley contra la violencia de género…Las discrepancias son tan importantes que cabe hablar de diferentes concepciones del feminismo y distintos modos de defender los derechos de las mujeres. Hay un enfoque feminista que apoya determinados aspectos de la ley contra la violencia de género de los que nos sentimos absolutamente ajenas, entre ellos la idea del impulso masculino de dominio como único factor desencadenante de la violencia contra las mujeres…..….Todas estas cuestiones, tan importantes para una verdadera prevención del maltrato, quedan difuminadas si se insiste en el «género» como única causa. Otro de los problemas de enfoque preocupantes en este feminismo y claramente presente en la ley es la filosofía del castigo por la que apuesta: el castigo se presenta como la solución para resolver los problemas y conflictos…..»Las opiniones que venimos criticando nos parecen poco matizadas y excesivamente simplificadoras. Tienden a presentar a los hombres y a las mujeres como dos naturalezas blindadas y opuestas: las mujeres, víctimas, los hombres, dominadores. La imagen de víctima nos hace un flaco favor a las mujeres: no considera nuestra capacidad para resistir, para hacernos un hueco, para dotarnos de poder y no ayuda a generar autoestima y empuje solidario. Lo mismo se puede decir de la visión simplificadora de los hombres: no existe, en nuestra opinión, una naturaleza masculina perversa o dominadora, sino rasgos sociales y culturales que fomentan la conciencia de superioridad y que, exacerbados, pueden contribuir a convertir a algunos hombres en tiranos…..»Nosotras no deseamos un feminismo revanchista y vengativo, deseamos simplemente relaciones en igualdad, respetuosas, saludables, felices, en la medida en que ello sea posible, relaciones de calidad entre mujeres y hombres».
El escándalo que producirían hoy estas manifestaciones, realizadas por personas que actualmente se sirven de esta Ley como herramienta político-electoral, nos sirve muy bien de botón de nuestra de hasta qué punto la Ley está, no solo ideologizada, sino, más aún, instrumentalizada, por un cierto sector de la política y la prensa. En este ambiente enrarecido resulta muy difícil hacer una reflexión objetiva, como la que se pretendía en la carta a la que nos hemos referido y la que, desde una perspectiva jurídica, se pretende en este post.
Desde nuestro punto de vista, lo peor que tiene la Ley es que reabre un viejo debate sobre la agravante de desprecio de sexo. Esta agravante, fue implantada en 1822 por Fernando VII, mantenida en el Código Penal Franquista, y derogada con la llegada de la democracia y, más concretamente, por el Partido Socialista, en contra del criterio del Grupo Popular, basándose en el amplio consenso social existente para no discriminar por razones de sexo, raza o religión. Estaba contenida en el artículo 106 del CP que establecía como agravante “la tierna edad, el sexo femenino, la dignidad, la debilidad, indefensión, desamparo o conflicto de la persona ofendida”. En aquel momento se consideró como una reforma liberal e ilustrada (trienio liberal) y, de hecho, no llegó a entrar en vigor porque, después de sancionada, se produjo la entrada en España de los “Cien Mil Hijos de San Luis” y el comienzo de la década ominosa en la que se restauró en su plenitud el régimen absolutista. No obstante, esta medida de discriminación positiva se mantuvo en todas las revisiones posteriores del Código Penal, incluida la de 1944, en pleno franquismo. Con la evolución sociológica de la situación de la mujer, esta agravante, que en principio se había percibido como progresista, empezó a verse como retrógrada y contraria a la igualdad de hombres y mujeres. Esta evolución se aprecia con mucha claridad en una Sentencia del Tribunal Supremo de 1977 (tiempo antes de su derogación definitiva), «La agravante de sexo es un tanto anacrónica en tiempos como los actuales de emancipación femenina, en los que la mujer ha conseguido o está en trance de conseguir la absoluta igualdad de sexos, pareciendo que incluso desea renunciar a todo privilegio o protección que implique discriminación o desigualdad respecto al varón». En 2004, cuando se planteó la conveniencia de una ley integral de protección a las mujeres, se era plenamente consciente de esta situación y, para soslayar la agravante de desprecio de sexo, se acudió al concepto de género, más acorde, además, a las reivindicaciones del feminismo de tercera generación que resulta hegemónico en la actualidad. Así, se generó una delimitación de la agravante y, en general, una definición del objeto de la Ley, que pivota sobre tres elementos, de los cuales uno, con el que se pretende evitar el conflicto con el imperativo constitucional de igualdad de todos ante la Ley, es radicalmente subjetivo, hasta el punto de haber quedado obsoleto desde su inicio. Esta delimitación se prepara ya en la exposición de motivos que contiene la siguiente joya de objetividad y rigor científico: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión.” Se parte de la base de que, pese a los enormes progresos alcanzados, que implican una igualdad jurídica absoluta entre hombres y mujeres, sigue existiendo una desigualdad radical en nuestra sociedad, que se expresa mediante la violencia del hombre contra la mujer. Se podrá estar de acuerdo o no, con este enunciado, pero no se podrá negar que supone un punto de partida fuertemente ideológico que impregna el resto de la norma jurídica, y, muy específicamente, su artículo 1 cuando establece que: “La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado, ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia.” Este artículo es el único que permite diferenciar la violencia de género de otros tipos de violencia intrafamiliar, delimitando el ámbito de la agravante penal, y lo hace en base a tres elementos: 1) Que exista una relación de un hombre con una mujer, sea matrimonial o afectiva equivalente, 2) que se produzca violencia en un sentido amplio del hombre sobre la mujer y 3) que esta violencia sea una manifestación de la relación de poder de los hombres sobre las mujeres. Como resulta casi imposible en el ámbito penal, donde domina la presunción de inocencia, realizar el juicio de intenciones que requiere valorar si la actuación de un hombre concreto constituye o no, una manifestación de una concreta relación de poder, o, en otras palabras, si la violencia se ha producido contra la mujer por el mero hecho de serlo o en virtud de otras circunstancias, la traslación penal de este concepto ha abandonado este requisito para centrarse en los otros dos de manera que el artículo 148.4 contempla penas agravadas “ Si la víctima fuere o hubiere sido esposa, o mujer que estuviere o hubiere estado ligada al autor por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia.” La conciliación de esta redacción (y las correlativas para diferentes delitos de los artículos 153,171,172 y 468) con el artículo 1º de la Ley solo se puede hacer desde una presunción legal “iuris et de iure” de que, cuando se produce violencia del hombre contra la mujer en el seno de una relación afectiva, esta implica, necesariamente, como dice la reciente sentencia del Tribunal Supremo en un caso de agresiones mutuas, “actos de poder y superioridad con independencia de cual sea la motivación o la intencionalidad”.
En nuestra opinión, una ley que delimita un concepto general y luego establece una agravante, que, atendiendo a este mismo concepto, subsume una clara presunción legal en materia penal, resulta, más allá de cualquier consideración ideológica, técnicamente discutible y debería ser revisada en cuanto a su arquitectura general.
Por otra parte, están el conjunto de medidas de sensibilización, prevención y detección, del título primero, de derechos de las mujeres víctimas de violencia de género, del título segundo, y de tutela institucional, del título tercero, que, desde que se ha previsto la posibilidad de obtener las ayudas sin necesidad de procedimiento judicial previo, están suscitando fuertes críticas doctrinales. Por un lado, porque estas medidas se incardinan en la Ley estatal, implicando la declaración de víctima, y la correlativa de maltratador, en vía administrativa, sin declaración judicial y sin garantías. Por otro, porque los diferentes requisitos exigidos en las comunidades autónomas para obtener las ayudas están produciendo una importante discriminación inter – territorial.
Teniendo en consideración que este conjunto de medidas son útiles y necesarias desde un punto de vista práctico (salvo algunos excesos incurridos en su aplicación) y que todos los problemas que hemos anotado se derivan de su integración en una ley global, que mezcla ámbitos penales y administrativos, nos atrevemos a postular la conveniencia de derogar la “Ley de Violencia de Género” sustituyéndola por una ley estatal de medidas administrativas y procesales, que desvincule la declaración de víctima de la de maltratador y unifique su tratamiento en todo el territorio nacional, y por una nueva reforma del Código Penal, que se desvincule completamente del concepto de violencia de género (y que, de paso, armonice las agravantes específicas con las de los artículos 22.4 y 23 del CP).
Alberto Berdión
Socio Director